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Impresiones ante un pintor retratando a una poetisa

Una mirada serena espera la huella de un gesto que le permita trazar en el lienzo un tono, un color, un juego de luz y sombras que ofrezcan con sentido el carácter de una mujer que, con expresión atenta, firme e iluminada de ternura, mira al artista pensando en qué palabras robar al viento para ese nuevo poema que tiene que crear.

Al contemplar esa fotografía en la que mi padre, el pintor Enrique Gabriel Navarro, se encuentra retratando a la poetisa y buena amiga, María Teresa Cervantes cuando ella tenía 23 años, les confieso que me provoca un amplio abanico de sensaciones, de admiración y de respeto tanto por quien se dispone a ejecutar con el pincel y la paleta su arte, como por quien posa con sutil parsimonia sabiendo que, junto a la quietud de su postura, tiene que esforzarse por transmitir al máximo toda su vitalidad interior. Y cuando disfrutamos del retrato al óleo en el que se transformó esa pose, plena de un solaz lúcido, no podemos más que reconocer que la expresividad de los ojos y de la tez de Mª Teresa era entonces, y es hoy en día, de una naturaleza entrañable.

Una profunda amistad unió a ambos artistas en su juventud, pergeñada en ese ateneo cultural que se respiraba en el seno del estudio de pintura del maestro Vicente Ros, y perduró en el tiempo a pesar de las distancias geográficas que les separaban durante muchos periodos de sus vidas. Si repaso las ideas y las sensaciones que mi padre me comunicó en varias ocasiones, sobre la dificultad y el abismal reto que le supone a un pintor realizar un buen retrato de una persona, estoy convencido de que con el cuadro de Mª Teresa disfrutó como buen artesano de los pinceles. No sólo percibo su afecto, realza también en su labor, para mi, una hermosa admiración. Entre sus lecturas, la poesía ocupaba un lugar especial para mi padre. Lo imagino leyendo las poesías de Mª Teresa, junto a las de Baudelaire y Celaya, antes y durante todo el proceso creador que le llevó hasta ese retrato.

EGN pinta a Maria Teresa Cervantes 1954


Y como esas poesías se convertían en una ineludible excusa para lentificar los tiempos entre trazos de sus pinceladas, enfrentándose con entusiasmo al lienzo y a su propia conciencia como pintor. Al igual que la soledad en la que se cierne la poetisa al desentrañar palabras y odas, creo que el pintor también comparte esos instantes de soledad frente a su pintura, incluso delante de una modelo, pues ya no juega para él únicamente la capacidad de reflejar la imagen de quien mira, lucha también por alcanzar en lo posible el valor inédito de su alma, aquello que le conmueve. Y esa batalla es casi siempre solitaria, como la escritura de versos. Comparto, en su integridad, la frase atribuida al poeta lírico griego Simónides de Ceos: «La pintura es poesía silenciosa, y la poesía es pintar con el regalo de la palabra».

Me imagino pausas en las que, además de comentar la suerte de expresiones de quien posa, Mª Teresa entresaca de algún libro de su obra, de diversas hojas recién manuscritas, algunos versos que lee con arrebato contenido. Y ambos conversan y comentan esos versos enriqueciendo paulatinamente las texturas de los óleos; transformando, casi sin querer, la musicalidad de las palabras que ella recita en pintura. Si observamos por un instante atemporal su semblante en el retrato, no es extraño presentir que nos transmite con serena pasión una de sus poesías con la mirada levemente enigmática, casi en sueños. Y nos recuerda algo que la misma escritora manifiesta: «Cada poeta encierra su secreto, secreto que entre líneas se desprende hasta de los versos de los líricos menores, de los menos logrados.» Creo discernir entre esas líneas como la sensibilidad de la escritora amplía o trunca diferentes metáforas que encierra en un poema a partir de las imágenes que le evocan muchos otros cuadros que a ella le fascinaban.

Según decía Leonardo Da Vinci, «La pintura es una poesía muda y la poesía una pintura ciega, y una y otra van imitando la naturaleza en cuanto les sea posible». Aunque iniciaran ese reto, ambos no necesitaban imitar la naturaleza, su ánimo les impulsaba a extraer de sus rincones más íntimos la viveza de sus creaciones. Pero, además, estoy convencido de que el mutismo y la ceguera nunca se erigieron ni como esencia, ni como obstáculos en sus respectivos procesos creadores, ella como poetisa y él como artista plástico. Ni supuso ello una traba, todo lo contrario, para una sincera amistad que ambos reivindican con aliento en nuestra memoria, cortejando la inspiración labrada en el esfuerzo cotidiano por la misión creadora. Por todo ello me alegra compartir estas impresiones entre las líneas de homenaje y reconocimiento a Mª Teresa Cervantes como mujer, humanista y escritora.

NOTA: Texto publicado en el libro "Aquí y ahora, un tributo a su palabra", libro homenaje a María Teresa Cervantes Gutiérrez, editado por Huerga y Fierro Editores (2014).

Un comentario

  1. LEYENDO A GABRIEL NAVARRO

    Mis ojos atraviesan con emoción las páginas que Gabriel Navarro ha escrito en su Blog. Páginas en las que vuelve sus ojos a los días de su infancia y en las que hace una llamada al recuerdo. Evoca con honda nostalgia el edificio número 20 En la Calle del Duque de Cartagena , la casa en la que nació y vivió parte de sus años de niño: sus juegos, sus travesuras, su anhelo de descubrir lo que había en los tejados colindantes a su terraza: asomarse a las lumbreras de sus patios de luces, a aquella su inquietud por encontrar, por descubrir cosas y personas…traer a primer plano el recuerdo de sus padres, de los que tanto amor recibió. La terraza, “ese territorio infinito” que abrió un bello e inmenso espacio a sus sueños de niño, a sus inquietudes incipientes. La imagen de su madre, los brazos que lo sostenían, sus libros de cuentos…

    Es el universo luminoso de la infancia que inunda el subconsciente, que atraviesa la vida con el niño, con el adolescente, con el joven de después, con la madurez del hombre en el que se convierte y…se queda. Es el semblante del hada buena que permanece para siempre en su memoria.

    Entre las personas más cercanas a su familia -junto a sus padres y hermanos niños- se eleva la silueta de “el abuelito Vicente” -el maestro Vicente Ros-, un hombre bueno, un artista-pintor que habría de hacer fecha en Cartagena con su estudio en la Subida de San Antonio. El maestro tan querido por sus padres, como alguien que les fuera profundamente cercano. Gabriel nos habla de la belleza de ese tiempo y destaca el perfil de su padre -un pasado que renace-. Para hacer renacer un pasado feliz Gabriel rememora hechos e imágenes, se maravilla ante el pincel de su padre Enrique Gabriel Navarro, artista enamorado de su propio pincel.

    Estrechando un espacio que se fue difuminando en el tiempo, Gabriel ha atravesado el recuerdo, una aventura a través de todos los lugares de su recuerdo, de sus emociones. Escribe con precisión y con la ayuda de numerosos detalles pintorescos o realistas que representan las emociones de su día a día de entonces, de su día a día de después, aquello que constituyó su espacio en un mundo que también habría de ser real, familiar y protector. Y evoca al pintor artista que fue su padre pintando a una poeta incipiente, María Teresa Cervantes, una alumna del maestro Vicente Ros que acababa de estrenar su primer libro: Ventana de amanecer. Gabriel sabe que su padre sentía una fuerte inclinación por la palabra escrita y su imaginación lo sitúa leyendo las poesías de María Teresa junto a las de Baudelaire y Celaya, a las que les hubiera podido dar un máximo de realidad. Sí, la vida también estaba en la poesía, quizá con otro ritmo, pero también con numerosos matices reales o soñados: el hecho de abrir una ventana en un azaroso amanecer y asomarse a la vida, a la vida que se intuye, a la vida que encierra luz y misterio al mismo tiempo. En el interior de la ventana la escritora pudo buscar un refugio o un tiempo todavía no encontrado. Una tarde el artista le pinta una acuarela con árboles para que en ellos busque una sombra, otro día un pequeño óleo en el que con una rosa blanca y una estrella en su fondo de cielo interpreta su poesía. Después se decide a hacerle un retrato, un retrato con toda ella. Pero la poeta está triste como la princesa de Rubén Darío: un espacio en azules intensos en el que -de manera simbólica- alza pabellón la melancolía.

    Todo el misterio del retrato es un estar y al mismo tiempo una anunciada evasión. La expresión de su rostro tiene una expresión intemporal, en su figura se advierte misterio y hondura con fondo de noche oscura, de lejanía inalcanzable. Esa sensación de un espacio de trayectoria laberíntica: dominio difícil, como difícil pueda ser el acceso a la perfección, al ideal. La imagen del pasado intuyendo el porvenir -lo que habría de llegar y nunca imaginamos-, porque hay algo que se desploma en el interior del ser con oscura pesantez.

    Enrique hace una pausa, observa la última pincelada, enciende un cigarro y le dicta a la modelo: Las lucecitas misteriosas de las estrellas nos reducen a una doble esperanza. Al fondo del retrato desliza una estrella envuelta en la oscuridad y Enrique vuelve a hacer una pausa.
    ¿Qué espacio atraviesa la mente del artista?
    El reino sombrío del atardecer y sus sombras.
    -Tal vez otro cigarro.
    -No, por hoy es suficiente.

    El silencio de aquel día, todo lo no contado en el reino de sus manos, en el reino del pincel. Si acaso observar el fondo del retrato, hablar con atención de pinceladas últimas.

    El artista y la modelo junto a la tarde en su descenso después de la creación: un espacio que se evade, que se aleja, que no vuelve la vista atrás.

    Profundizar en el tiempo a través de la vida, a través de la muerte de un amigo que ya no volvería y el enigma del ser, del artista que él era: el Otro, una forma de vida interior consigo mismo, un pintor-artista de talla única, el artista tan por encima de esta vida tan llena de altibajos y… la evidencia del tiempo que se deja sentir, que atropella, que se deshace en sombra…

    Los inmensos instantes que atraviesan sus propios instantes como el vaho de un espejo, que obsesionan la mente, impidiéndole concentrarse en otra cosa. Yo hubiese creído lo contrario, los humanos creemos con frecuencia lo contrario. Y es por eso que la guerra existe, aunque creamos que está en un lugar lejano, aunque creamos que a nosotros no nos concierne. Pero nos resistimos a concienciarnos de que existe, que es otra clase de angustia existencial como pueda serlo la pesadilla o el miedo…

    Los que se van no regresan, ya no pueden volver, y nos dejan el recuerdo de una intensa lágrima que atraviesa el tiempo, que no hay posible pañuelo que la pueda enjugar. Una lágrima que resbala a la tumba, sola e inadvertida. Una última lágrima que la eternidad retiene.

    María Teresa Cervantes

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