TRAZAS SOBRE EL MURO
Caminar sobre un rompeolas frente al mar es como transitar el borde de un abismo ilusorio.
Nos deslizamos sobre el muro con magia natural entre las aguas a cada lado.
Obligados a acoplar nuestros pasos, nuestra rapidez y equilibrio a la anchura del muro que pisamos y al viento que ceñimos.
Nos confiamos serenamente a su paseo, seguros de nuestra habilidad para no caer al agua.
Nuestros pies aceptan el desorden de las rugosidades en la piedra alterado por los impactos del mar.
Sintiendo el aire marino en la cara y en la piel, lo inspiramos como si no lo volviéramos a albergar nunca más.
El horizonte a lo lejos lo trasladamos a nuestro gozo interno en esa alfombra de piedra que nos lo permite casi todo.
Insertados entre el mar, se evade el pudor ante nuestros infinitos gestos y toda suerte de posturas.
Sumergimos las penas cuando nos reclinamos en él, y embelesamos las alegrías al saltar y danzar en su escenario.
Dialogamos con nuestro cuerpo frente al mar y con la roca inmensa del muro que pisamos.
Encubrimos de forma inocente su encaje con la tierra, y lo convertimos en territorio a nuestro antojo para sentirse vivos.
El solaz de sus paseantes, la jocosidad de algunos rasgos, el drama de ciertos semblantes, el goce de sus miradas y el porte de sus cuerpos transitando hacia un desenlace incierto, lo transfiguran en ese abismo de deseos y esperanzas.
Creamos sin pretenderlo insondables trazas sobre el muro.
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