Algo que confunde nuestra mirada sobre lo que opinan los demás reside en la dificultad de delimitar y defender periódicamente la libertad de expresión ante el cúmulo de informaciones que nos saturan la mente. Es uno de los principios fundamentales de los Derechos Humanos, pero su calificación y reconocimiento por la comunidad presenta ciertas grietas para concretar hoy, ante una sociedad cambiante, sus límites frente a otros posibles delitos. No me gustan las canciones de Pablo Hasél, me repugnan algunas de sus letras y sus declaraciones, al igual que otras proclamaciones peligrosas de otra clase de personajes que, inexplicablemente, nadie ni ninguna entidad se atreve a denunciar ante la justicia. Y ello no evita que defienda la libertad de expresión, como muchos jóvenes lo han expresado en protestas en diversas localidades del país. Unas manifestaciones que inicialmente eran pacíficas y que, al final de sus actos, un grupo de violentos acaban provocando serios disturbios y destrozos.
Algunos medios de comunicación y representantes públicos han diferenciado estas dos clases de comportamientos sociales, donde aparecen jóvenes sin una carga ideológica vinculada a la defensa de la libertad de expresión y con perfil diverso que se mezclan con grupos antisistema con pasado violento. Pero también se transmite la imagen de que la juventud es quien ostenta ese papel de «violentos antisistema». Este estigma facilita su identificación e imprime cierta claridad y, al mismo tiempo, rechazo e indiferencia para gran parte de la sociedad. También se utilizaron estas calificaciones en algunos momentos de 2020 cuando surgieron disturbios frente a las restricciones por la pandemia informando que se trataba solo de una minoría de jóvenes violentos.
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