En este contexto de pandemia y de futuro incierto del que hablábamos sobre cómo vamos a sentir y experimentar los abrazos que ofrezcamos después del confinamiento para prevenir el contagio del COVID-19, escrito desde un punto de vista más psicológico y centrado en la reflexión respecto a los estilos de nuestras futuras relaciones y contactos sociales, considero que hay otra cuestión fundamental como enorme reto al conjunto de la humanidad.
De un lado, nos sentimos alarmados por el hecho de que este año 2020 vayan a morir aproximadamente más de 10.000 personas de media en cada país europeo (si logramos aplanar la famosa curva, y siendo muy optimistas). Esta alarma es consecuencia del miedo que nos provoca el que los vectores de contagios posibles se encuentran entre nosotros, no tenemos aún vacunas, y no podemos afrontarlo en la reaparición de brotes sino con medidas de aislamiento, ni apoyándonos en el recurso simple y estúpido de que es un mal que proviene de fuera.
Por otro lado, la cantidad de recursos económicos que va a requerir la respuesta al parón productivo después del periodo del estado de alarma será descomunal, y deberemos trazar de cara al futuro mecanismos políticos y una nueva economía que consoliden una redistribución racional de la riqueza como base de recuperación de un estado de bienestar social que sea suficiente para la mayoría, para quienes perderán su empleo o su empresa, y los que continuarán en situación de precariado o de paro anterior. Una medida como la Renta Básica constituye un recurso clave en este panorama. A ello se une, ineludiblemente, la opción clara por el Decrecimiento frente a una productividad y un consumismo sin límites que chocan con el mantenimiento de nuestro ecosistema global.
Pero ¿cómo pensar estos escenarios en un ámbito territorial más amplio que el de nuestros respectivos países o ciudades después de esta crisis? ¿La incertidumbre y el miedo ante lo que nos pueda pasar en el futuro nos va a permitir abrir nuestras mentes hacia lo comunitario y hacia un contexto de actuación mundial? ¿Podemos pensar la resolución de esta posible “Hambre de piel” a la que nos enfrentemos, en otros ámbitos más allá de nuestras propias narices? Nuestra vivencia del hambre de contacto social ¿en qué se traduce más allá de nuestros lazos sociales personales de proximidad?
Según el Informe de la ONU de 2019, en 2018, se estima que hubo 228 millones de casos de malaria en todo el mundo. La mayoría de los casos de malaria en 2018 se produjeron en la Región de África (213 millones o 93%), y se estimaron 405 000 muertes por malaria en todo el mundo. Los niños menores de 5 años son el grupo más vulnerable afectado por la malaria. En 2018, este grupo represento el 67% (272 000) de todas las muertes por malaria en todo el mundo.
Paralelamente, como se anunciaba por la OMS, el hambre en el mundo lleva tres años sin disminuir, el último informe de la ONU de 2018 advierte que más de 820 millones de personas continúan padeciendo hambre en el mundo. Una escasez de alimentos que se agrava a causa del cambio climático que está provocando ciclos de durísimas sequías e inundaciones.
¿Creemos que nuestros compatriotas tendrán estos hechos en cuenta a la hora de poner encima de la mesa una redistribución de la riqueza mundial? ¿Seremos conscientes de que el inevitable decrecimiento de los países occidentales y ricos debe ir compensado por cierto grado de crecimiento de los países pobres para garantizarles acceso a alimentos, al agua o a recursos de salud y educación? Si exigimos la puesta en marcha de una Renta Mínima o Básica en nuestros países, ¿estamos dispuestos a disminuir nuestro nivel de vida colectivo para posibilitar flujos de recursos económicos y tecnológicos hacia los países del denominado Tercer Mundo, a modo de una Renta Básica Universal a nivel mundial?
Creo que no es factible lograr una política y una conciencia en sectores amplios de la sociedad para la defensa de los derechos de inserción social de los desfavorecidos y precarizados, de las minorías étnicas y de los inmigrantes, del derecho de la infancia, del derecho a la igualdad y la lucha por y desde el feminismo, del derecho de los animales, de la defensa del medio ambiente, en suma, del conjunto de los derechos humanos, si no se apoya en una rigurosa redistribución de la riqueza (local, nacional y mundial) basada en impuestos progresivos y en su aplicación racional en fomento de los servicios públicos.
Son los pueblos de aquellos países donde en algún periodo de su historia se aplicaron estas medidas de bienestar social, los que han manifestado recientemente con más intensidad una toma de conciencia amplia de esta clase. Y su huella histórica ha supuesto un acicate en muchos otros países para la lucha por conseguir un mayor bienestar social común. Si logramos irradiar los aspectos positivos de la experiencia de estos modelos a escala mundial con un enfoque de sostenibilidad y un replanteamiento de nuestras ideas de progreso, entonces estaremos en disposición de llevar a la práctica una verdaera solidaridad, y de ofrecer un sincero y enorme abrazo a toda la humanidad.