“Lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno.” Michel Foucault
En agosto de 2004 nos asombraba la ternura y la rotundidad de Aurora Sánchez, periodista y escritora que sufrió el asesinato de un hijo durante la dictadura argentina, cuando expresaba que «dar un abrazo a quien lo necesita ya es contribuir con los derechos humanos», al mismo tiempo que mostraba su perplejidad hacia quienes pretenden echar una mano al necesitado sin tener en cuenta sus carencias más graves: «tras un huracán no puedes proponer ayuda psicológica a quien se ha quedado sin casa, sin medios para comer. Primero resuelve sus necesidades básicas y luego ocúpate del apoyo psicológico», nos decía. Ante situaciones de extrema gravedad como son el hambre, la injusticia de las guerras o la explotación infantil, por nombrar algunas, tendemos a resaltar los componentes económicos, políticos, sociales y ambientales que las provocan y, de esta forma, intentamos no perder el punto de mira fundamental hacia donde dirigir nuestra denuncia y nuestra acción como ciudadanos comprometidos. Por eso, una aseveración como la anterior respecto a la importancia de dar un abrazo, puede ser chocante, o despertar insólitamente el lado humanitario que todos poseemos. Más aún, en épocas como las actuales en donde pasamos de la conmoción a conductas de inhibición, bien sea ante catástrofes naturales como terremotos o volcanes de efectos muy dispares entre sí, bien ante situaciones de crisis económica que nos ubica en gran medida en una posición de impotencia, si no de rabia.
No debemos diluir las reacciones de la población y la exigencia de responsabilidades a quienes tienen el poder, la autoridad y el encargo de la sociedad de intervenir en consecuencia para resolver esta clase de problemas. Pero, en pocas ocasiones pensamos que la complejidad y la velocidad de nuestra sociedad actual provoca que se acentúen, entre otras, la falta de contacto humano y las diferencias entre los tipos de organización de los espacios propios que nos llevan a veces a mantener excesivas distancias, llegando al estupor hacia los otros que nos rodean o hacia la abrumadora cantidad de acontecimientos sociales del entorno. Edward Hall estudió las relaciones espaciales del hombre y afirmaba que escogemos una determinada distancia o espacio para relacionarnos con los otros, de acuerdo al tipo de transacción que se lleva a cabo, de acuerdo a cómo nos sentimos o de acuerdo a lo que se está haciendo. Entre los tipos de organización del espacio existe el denominado espacio informal que se refiere a las distancias que mantiene el hombre con los demás, en su mayoría son distancias tomadas de manera inconsciente. Entre ellas encontramos la distancia íntima que permite percibir el calor, respiración y olor del otro, sería la distancia del amor y de la lucha; la distancia personal que corresponde a la de las personas que no tienen contacto físico entre si, que nos motiva una conducta de evitación, al retroceder, al volvernos o desviar la mirada cuando sentimos que nuestro espacio personal ha sido violado. Y el espacio socia referido al límite a partir del cual la otra persona no se siente alterada por nuestra presencia; es la distancia de las conversaciones sobre asuntos no personales, de entrevistas en oficinas, en las aulas, etc. La distancia social marca el límite de poder que ejercemos sobre los demás, y, la distancia pública que está fuera de la zona participativa en la cual el sujeto está directamente afectado, corresponde habitualmente a los varios metros que rodean a una autoridad en su aparición pública. Pues bien, este autor señalaba que la interacción entre las cuatro distancias es la dimensión oculta de la sociedad. El espacio tiene un significado psicológico y social, al igual que el concepto de identidad espacial asociado a la participación de las personas en la generación e integración dinámica con los espacios en que viven.
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