“La alternativa a saltar la verja de Melilla es la muerte”
Ballo, 25 años, de Malí.
Creamos límites buscando diferenciarnos los unos de los otros. Aceptamos que somos diferentes pero nos obstinamos en agrandar descaradamente algunas diferencias con fronteras que se convierten en el último obstáculo para elegir o no la muerte. La frontera no podemos anularla como si fuera un “no lugar”, constituye un espacio violento de relaciones humanas que marca nuestros límites del miedo a lo imprevisible que pueda suscitar la presencia del Otro en nuestro territorio. Forma parte ineludible de la identidad de nuestro territorio y del límite que imponemos a nuestros conocidos extranjeros atemorizados por lo imprevisible, pues, como nos recuerda Z. Bauman, los que denominados extranjeros lo son porque les conocemos su motivación y sus ansias de integrarse en nuestras deseables comunidades, no constituyen algo indiferente a nuestras emociones en nuestros paseos por la ciudad, los tememos hasta el punto de que los muros no solo son físicamente infranqueables, también nuestras mentes. La dimensión simbólica de la frontera opera para darle sentido a la experiencia en nuestras vidas de lo propio y lo ajeno.
Pero crecen las grietas en los muros y límites de los territorios, grietas heredadas del hierro retorcido por manos y brazos agrietados, a su vez, con sus huellas y cicatrices de heridas, que no asumimos por considerarlos cuerpos desechables. El muro que pretenden superar es una expresión bruta de perversión de la frontera. La frontera, sus muros, su verja, se transmuta en monumento atroz a la piel del migrante, marcando una estúpida diferencia irreconciliable con el otro. Esta serie de fotografías, que nos sugiere acompañar con nuestro propio movimiento de un extremo a otro, sea cual sea la dirección que elijamos, revelan los detalles del paisaje de lo humanamente infranqueable y el linde de lo moralmente admisible.
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