Daba un corto paso tras el otro con lentitud para asegurar que no pudiese resbalar en la cornisa del tejado de la casa vecina, debía andar un poco para llegar a una zona donde el descenso sobre las tejas era más cómodo y, al mismo tiempo, evitar caer hacia el otro lado donde una pared caía recta, cortada, como un muro de cinco plantas de altura, frente al patio de recreo de la Escuela Graduada de la Calle Gisbert, de donde surgía el griterío de los críos. Mi padre sujetaba a mi madre y le tapaba la boca, susurrándole: «no le digas nada ahora, no sea que pierda el equilibrio y se caiga». Y yo, pausadamente, iba tanteando las tejas deslizándome hasta el pequeño patio con algunos juguetes de los hijos de la vecina a quién llamábamos cariñosamente la «tata Isabel», en cuya casa en varias ocasiones nos quedábamos cuando mi madre debía salir. Tenía menos de cinco años y de aquellos pasos equilibristas sólo recuerdo mis ganas de jugar, junto a la seguridad y tranquilidad que tenía de llegar a mi destino. No sospechaba, como es lógico, lo aterrados que estaban mis padres, tanto en esos momentos que descubrieron mi pequeña aventura, como cuando imaginaban aquellas otras veces que habría realizado ese trayecto sin que se hubieran percatado.
Pues yo les conté que, en ocasiones, levantaba un poco la leve rejilla metálica que bordeaba nuestra terraza de la última planta de la Calle del Duque, nº 20, de Cartagena para saltar a los tejados colindantes y asomarme a las lumbreras de los patios de luces, que entonces me parecían luminosas construcciones impresionantes, para mirar abajo, y ver y escuchar a la gente. Ese era parte de mi espacio y de mi mundo infantil. Unas lumbreras que mi padre, el pintor Enrique Gabriel Navarro, plasmó con ternura en un óleo del que siempre lamentó haberse desprendido.
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