El instante de fotografiar los cielos

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Una imagen no vale mil palabras. Puede suscitar múltiples ideas, rememorar otras imágenes de nuestra memoria, representar fehacientemente un hecho indudable, ineludible, claro y evidente a los ojos de cualquiera; pero no sustituye a las potenciales mil palabras que nos permitan describir o, más exactamente, interpretar lo que observamos en ella.

Una frase, un verso de un poema no vale mil imágenes. Aunque podamos visualizar una multiplicidad enorme de imágenes en nuestra mente; figuras suscitadas por el sentido o los significados potenciales que sus conceptos y sus palabras, escritas en un orden, un espacio y una cadencia singular, puedan provocar en la persona que las lee.

Nuestra visión del mundo y nuestra concepción de la naturaleza (cada vez más amenazada por el cambio climático, más distorsionada por la densa vida urbana y por la intensa vida tecnológica que nos acelera nuestras miradas y no facilita los pensamientos sosegados), se caracteriza porque reconocemos con cierta normalidad las formas, las dimensiones y los colores de los territorios naturales que nos rodean, ya sean nuestros campos, nuestros bosques, nuestros prados y los cursos de nuestros ríos. Su transformación a lo largo de la historia, de nuestro desarrollo vital como seres humanos, se produce a un ritmo lento que nos permite identificarlos como reconocibles en nuestro devenir, cada vez que los miramos. Aunque por los lamentables efectos del cambio climático vayan a convertirse en un panorama penoso en breves años.

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