En la Calle del Duque de Cartagena
por: Gabriel Navarro

Daba un corto paso tras el otro con lentitud para asegurar que no pudiese resbalar en la cornisa del tejado de la casa vecina, debía andar un poco para llegar a una zona donde el descenso sobre las tejas era más cómodo y, al mismo tiempo, evitar caer hacia el otro lado donde una pared caía recta, cortada, como un muro de cinco plantas de altura, frente al patio de recreo de la Escuela Graduada de la Calle Gisbert, de donde surgía el griterío de los críos. Mi padre sujetaba a mi madre y le tapaba la boca, susurrándole: «no le digas nada ahora, no sea que pierda el equilibrio y se caiga». Y yo, pausadamente, iba tanteando las tejas deslizándome hasta el pequeño patio con algunos juguetes de los hijos de la vecina a quién llamábamos cariñosamente la «tata Isabel», en cuya casa en varias ocasiones nos quedábamos cuando mi madre debía salir. Tenía menos de cinco años y de aquellos pasos equilibristas sólo recuerdo mis ganas de jugar, junto a la seguridad y tranquilidad que tenía de llegar a mi destino. No sospechaba, como es lógico, lo aterrados que estaban mis padres, tanto en esos momentos que descubrieron mi pequeña aventura, como cuando imaginaban aquellas otras veces que habría realizado ese trayecto sin que se hubieran percatado.

Pues yo les conté que, en ocasiones, levantaba un poco la leve rejilla metálica que bordeaba nuestra terraza de la última planta de la Calle del Duque, nº 20, de Cartagena para saltar a los tejados colindantes y asomarme a las lumbreras de los patios de luces, que entonces me parecían luminosas construcciones impresionantes, para mirar abajo, y ver y escuchar a la gente. Ese era parte de mi espacio y de mi mundo infantil. Unas lumbreras que mi padre, el pintor Enrique Gabriel Navarro, plasmó con ternura en un óleo del que siempre lamentó haberse desprendido.

Calle del Duque. Cartagena


En esa terraza de territorio infinito para mis hermanos y para mí, en la que no quedó rincón sin historia, crecí, gateé, me arrastré, corría, aprendía jugando y disfruté con amigos y mi familia. Creábamos nuestras particulares épicas, como lo fuera la lucha contra un monstruo de fea cabeza que emitía unos gruñidos rarísimos y se desplazaba con enorme rapidez y al que perseguíamos con alguna que otra espada de plástico hasta lograr acorralarlo en el alto hueco de la pila, aterrorizado por nuestra tozudez. En el fondo lo queríamos, y se lo demostramos a mi madre con un drama coral en la cena de Nochebuena. En nuestro patio teníamos la suerte de contar con una pequeña lumbrera que iluminaba el hueco de nuestro estrecho edificio hasta la planta baja donde se ubicaba la Ferretería Soto a cuyos operarios, una buena mañana, les hice felices tirándoles por un pequeño ventanuco varios billetes de 100 pesetas de un cuadro pagado a mi padre y que mi madre había dejado en la cómoda. Ya se imaginarán mi confusión con tres años de edad entre los gritos festivos que subían de la planta baja, contra los gritos espantosos de mi madre que me provocaron asirme con tal fuerza al marco de la cristalera que casi hubo que desmontar las bisagras.

Gabriel Navarro de bebé
Yo de bebe en la terraza de la casa en la Calle del Duque

Dentro de la casa regía algo más de tranquilidad, entre otras cosas por el respeto que nos provocaba el certero tino de nuestra madre con el lanzamiento de zapatilla de un extremo al otro del largo pasillo cuando alguno de nosotros salíamos pitando por alguna jugarreta. Y porque nos alegraba saber que, después de hacer nuestros deberes escolares, íbamos a tener tiempo de ver nuestros libros de cuentos, dibujar o escuchar la radio junto a mi madre. Una vez que nos acompañaba el maestro Vicente Ros, al que llamábamos «abuelito Vicente», cambió el dial de la vieja y enorme radio y puso una música que no había oído nunca. Le pregunté  que por qué cambiaba de cadena y me dijo: «Hay que escuchar a las tres B». ¿Qué es eso de las «tres B»?, volvía a preguntarle, «Las tres B son Bach, Beethoven y Brahms». Yo no sabía quiénes eran esos señores, pero lo admiraba en su escucha.

Con mi madre en la terraza
Con mi madre Fina Carretero, en la terraza de la casa en la Calle del Duque

Recuerdo la primera televisión a mitad de los años 60, y cómo nos embelesábamos con series como «Viaje al fondo del mar«. Y lo que hablábamos entre nuestros hermanos sobre cuentos entrañables como “Aquiles el burrito”. En una ocasión que nos visitó el escritor y pintor Asensio  Sáez le enseñé mis libros de cuentos y le comentaba mis gustos sobre algunas historias e ilustraciones, el abrió una carpeta con varios de sus bocetos y maravillosas acuarelas para ver cuál me gustaba más. Yo solo acerté a decirle que quería un cuento con esos preciosos dibujos. Entre las imágenes sonoras que recuerdo de mi infancia en esta casa, irrumpe con fuerza la voz del cantaor Antonio Piñana con tal ímpetu que aún tengo dudas de si se me saltaron las lágrimas entusiasmado o bien sonreía gozosamente en cada cambio de tono y de ritmo en su cantar. O la dulzura del sonido de las cuerdas en la guitarra de Manuel Díaz Cano a pesar de la seriedad de su semblante y la ceremonia responsable de su maestría, siempre cercana y atenta.

Yo con mi padre Enrique Gabriel Navarro al cumplir un año
Con mi padre Enrique Gabriel Navarro, al cumplir un año

Todos esos momentos con geniales acompañantes no tenían sentido sin que mi madre nos agasajara con una suculenta comida, aunque no hubiera mucho donde rascar en aquéllos años. Siempre afectuosa y luchadora por nosotros, buscaba por todos los medios la forma de acompañarnos y mantener la casa prácticamente ella sola, la mayoría de los días, por el trabajo de mi padre, como muchas otras madres de entonces. Y sorteaba con el cálculo que ofrece la necesidad, cualquier obstáculo que se presentaba para su desempeño. Una vez nos contaba, asustada de sí misma, como había llegado a medir el tiempo en que tardábamos mis hermanos y yo, que ya era algo mayor, en comernos un bote de caramelos minúsculos de anises que desparramaba por el suelo del pasillo, de forma que le permitiese en algún momento de urgencia bajar a alguno de los colmados de ultramarinos de la calle. Yo solo recuerdo los colores de los anises.

GNC niño libro

Tuvimos la enorme suerte de que, a pesar de las restricciones de aquélla época, mis padres y nuestros familiares y amigos nos regalaron, desde muy pequeños, libros ilustrados, y cuadernos y lápices de colores y acuarelas además de algunos juguetes. Y de qué manera nos gustaba coleccionar los álbumes de cromos MAGA, cuyos ejemplares repetidos intentábamos cambiar en la Plaza del Lago. Nunca olvidaré, con siete u ocho años, el libro de “La Iliada” con una versión resumida de esta epopeya y unos dibujos que me impactaban. Una historia que, según me explicaba Vicente Ros, si la leía comprendería mejor a toda la humanidad. Yo no sabía qué era eso de la humanidad, pero si me imaginaba como Ulises.

EGN joven
Mi padre, Enrique Gabriel Navarro

Entre las diversas imágenes y escenas que recuerdo de esa mi primera casa hay un acontecimiento que nunca olvidaré. En uno de esos momentos que nos quedamos solos en el pequeño salón comedor abrí uno de los libros de mi padre en los que aparecía obra de pintores modernos y abstractos, y que conocía bien pues mi padre lo leía con atención en su sillón conmigo sentado en sus rodillas, y me señalaba a veces alguno de esos dibujos extraños para mí. No tuve mejor iniciativa que dibujar con las ceras de colores encima de muchos de esos dibujos raros, y me acompañé de mi hermano Enrique en tal experiencia artística. El disgusto de mi madre al descubrirnos fue mayúsculo, anunciando el tremendo enfado que mi padre manifestaría cuando viera nuestra fechoría. Temerosos, cuando mi padre abrió el libro de esos pintores que tanto le gustaba, esperábamos su dura reacción. Y la sorpresa me inundó cuando veía que iba pasando página a página con seriedad, observando cómo habían quedado nuestras manchas mezcladas de ceras plasmadas encima y, mirando a mi madre, expresó: “¿Has visto que bien han quedado las manchas de los críos? Parecen cuadros nuevos”. Nos regañó y nos exigió que no volviésemos a hacer nada igual. Pero al mismo tiempo guardaba cuidadosamente el libro en el estante, con una leve sonrisa en la comisura de sus labios. Yo pensaba que había que terminar bien esos dibujos raros del libro. Echo de menos a mi padre, y sé que le habría encantado conocer a mis hijos.

Calle del Duque 20

Algunos autores nos hablan de que la infancia es nuestra verdadera patria, probablemente lo sea, generalmente porque la mayoría de nosotros luchamos por guardar recuerdos felices, y ello da consistencia a nuestra identidad personal. Pero es imposible que ese cúmulo de memoria a trompicones que rezuma en nuestra mente al traerla hoy pueda existir sin cierta nostalgia. Hace unos días paseando por la Calle del Duque de Cartagena miraba la fachada de un edificio en ruinas, el número 20, cerrado, pendiente de no se sabe qué. Y el sufrimiento que me abrumó por segundos se disolvió enseguida gracias a muchos de estos recuerdos. Un día como hoy, hace cincuenta y seis años, nací en la casa del último piso de este edificio donde viví hasta los nueve años, y creo que es una buena ocasión para compartirlos con mi familia y mis buenos amigos.

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