Un Kindle no se estropea
por: Gabriel Navarro

No daba crédito a lo que veía en esos momentos por televisión y, simultáneamente, le invadía su memoria mientras comía después de una larga jornada de trabajo, en la cual nada había funcionado en la oficina a causa de una desconexión general de los ordenadores. Mientras terminaba de comer con apetito uno de esos guisos que generosamente le preparaba de vez en cuando su madre y que, en ocasiones, reconocía no agradecérselo suficientemente, presenciaba absorta unas imágenes del Madrid de los años 80 que le llevaban a recordar, con una leve sonrisa cómplice en los labios, su primera visita a la capital. En aquéllos años en los que su inquieta juventud le sumía en una constante curiosidad por cada detalle de las conversaciones con sus amigas, le impactó en un instante la conducta extrañamente violenta e inusual que una de sus compañeras expresó en el taxi que les llevaría a su destino. De las tres amigas que le acompañaban en ese taxi madrileño que tomó por primera vez, la más seria, la que siempre mantenía una actitud reservada, aparentemente tímida, pero de firmes convicciones morales, se dirigió expeditivamente al conductor que las miraba girando la cabeza con cierta frescura: ¡callao! Tal fue la contundencia de su voz que el taxista volvió nuevamente su mirada al frente, giró el volante y, sin decir ninguna palabra, supuestamente cabizbajo les trasladó al centro de Madrid. Nunca había visto en tal tesitura a su tímida compañera, y llegó a pensar si ese era un comportamiento eficaz ante miradas descaradas. Cuál fue su sorpresa, me confesaba mi buena amiga; que al bajarse del taxi, manteniendo aún el conductor un silencio sepulcral al devolverles el cambio del billete, levantó la vista y leyó estremecida el nombre de la céntrica plaza madrileña a donde habían llegado.

Con esa escena rememorada ante el final del guiso y sin apartar de su vista el televisor, se disponía a elegir qué postre comer de entre las frutas que su médico le recomendaba cuando, de pronto, recibe un tono en su teléfono móvil, era un mensaje de su hija que hacía un par de días se había ido de casa a la ciudad donde trabaja. “Mamá, creo ke he dejado el Kindle por encima de la cama. Guárdalo bien, porfa. Besos”. En esos momentos de confusión ante la elección del postre, y dudando de la urgencia o no de aquello que le solicitaba su hija, pues cada vez que ella decía “porfa” era como si se tratase de una cuestión angustiosa, pensó en aclarar las prisas, y le respondió: “Es por si se estropea?” Pero su hija, que siempre era un lince en el uso intensivo de los móviles, no le contestó inmediatamente. Ante este hecho inusual en su hija, dejó la fruta escogida en el plato, una pera que es más diurética según dicen, y se fue a la habitación de ella convencida de encontrarla, como siempre, destartalada, pero con estilo.

lector Kindle


Y buscó y rebuscó por encima de la cama, repleta de objetos como libros, alguna ropa perfectamente doblada pero sin colocar en el armario, varias fotos de la última fiesta, un par de cuadernos de notas, dos carpetas oscuras de tamaño mediano y la cámara de fotos que siempre se deja en casa por si las moscas. Pero nada más. Pensó que se habría equivocado de sitio y abrió los cajones de la mesilla, miró por encima de la mesa de su escritorio y en la cajonera, sin éxito. Intentó llamar por teléfono a su hija para comunicarle que, quizá lo habría dejado en otro sitio, o en casa de alguna de sus amigas. Sin embargo estaba fuera de cobertura. Ante la imposibilidad de hablar con ella, decidió ordenar un poco la habitación y, antes de ir a terminar su fruta, guardó la ropa en su lugar, metió la cámara en el cajón inferior de la mesilla de noche, y las fotos sueltas, que no se resistió a indagar, en el cajón de arriba. Los libros los puso en el primer hueco libre del estante, los cuadernos de notas en la cajonera y las carpetas las depositó en la mesa de escritorio que le compraron en Ikea. En ese momento, sin escatimar esfuerzos en superar su innata curiosidad, abrió una de las carpetas oscuras encontrando fotocopias del curso de especialización en el que estaba matriculada y, al abrir la otra, sintió nuevamente un estremecimiento parecido al vivido hacía años. En la base de una pantalla gris leía el nombre del lector de ebook de la marca “Kindle”, y sintió entonces una mezcla de alivio y sorpresa, desternillándose de risa tumbada en la cama.  No podía “estropearse” tal y como ella sospechaba, pues no se trataba de un huevo kinder. Cuando logró hablar más tarde con su hija no pararon de reír con la escena, imaginando la chica la expresión de la cara de su madre. No obstante, las carcajadas que le invadieron se transformaron en una decisión más satisfactoria, en vez de la opción diurética, cambió por otra cardiosaludable, se dirigió a la cocina y disfrutó de una buena onza de chocolate puro.

Esta anécdota real de mi buena amiga, me lleva a imaginar toda la gama creativa y simpática de confusiones amables entre los diversos términos que utilizamos en cada época para nombrar los útiles de los que nos rodeamos. Y cómo los conceptos, palabras e ideas que marcan nuestra historia personal determinan ineludiblemente nuestra manera de pensar y de razonar ante las situaciones más sencillas y la visión que nos conformamos frente a las últimas tecnologías que nos invaden. No obstante aparte de divertidos momentos como el relatado, hay otros muchos casos en los que los usos diferentes, prácticos y creativos de los nuevos dispositivos son más impactantes, como el que se muestra en el siguiente vídeo:

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